le esperaba todas las noches en el porche mientras me fumaba un cigarrillo. Entonces él se acercaba por detrás, me apartaba el pelo de la oreja y me tarareaba una canción al oido. Cuando él estaba cerca me resultaba difícil respirar, pero veía cómo temblaba y eso me tranquilizaba en cierto modo: saber que él estaba igual que yo. Todas las noches salíamos a dar paseos por la playa y a sentarnos en la orilla; mientras enterrábamos los pies en la arena, me pintada palabras en la espalda y me decía que mirase a las estrellas:
-¿Ves? Dios creó el universo, lo llenó de estrellas, y a ti te dio esos ojos para que las estrellas puedan verse.
-¿Eso quiere decir que mis ojos son como las estrellas?
-No. Sería una frase de del típico intento de galán baratucho que intenta conquistar a una dama.
-¿Entonces qué quiere decir?
-Dios creó el Universo y lo puso en ti, lo puso en todos. Tú eres una especie de Universo individual, y las estrellas son caprichosas, por eso él te asignó dos estrellas: para que pudieran verse.
Ahi estaba él, como un enigma, hablando atropelladamente de esto y aquello, le notaba extrañamente cercano, y sonreía. Siempre me hacía sonreír con sus extrañas conjeturas, aunque tuviese que decirme a mi misma que probablemente algún día lograría entenderlas.
Los días pasaban rápido y las noches eran largas, saladas y tan húmedas que me calaban hasta los huesos. Todo parecía sobrevenir fugaz y leve, como un suspiro, como una bendición: él purificaba mi alma y aliviaba un dolor de pesadilla. Mi corazón gemía lastimero, pero a la vez sentía que me había dejado llevar. No sabía muy bien por qué, pero así me sentía: como si me hubiera dejado guiar por sus expectativas.
Cada día podía sentir la fragancia de los nardos recién cortados, la calidez, el tibio reposo y el dulzor de los labios de anís. El futuro, sin embargo, se aproximaba ineludible. Una noche, entre el sonido de las olas y una penumbra interminable me susurró algo al oido con la voz entrecortada: perdóname. No tardé en descubrir el motivo de su disculpa. Sobre un risco cualquiera, mi espíritu contempló solemne el gran manto negro de la noche, tachonado de ingrávidas perlas, su antiguo cobijo. La pálida luna dejaba ver su hiriente silueta de lobo estepario; el verano estaba llegando a su fin. Con él se irían las noches mirando las estrellas, bajo el silencio y el olor a sal, y llegaría la nostalgia junto a la ciudad, los atascos, los rincones lúgubres y el olor a pólvora. La vida seguiría, como siguen las cosas que no tienen mucho sentido.
Mari Allan Poe.